El último tren a la medianoche

El último tren a la medianoche

La estación de tren de San Bernardo permanecía extrañamente silenciosa bajo el manto estrellado de una noche sin luna. Allí, entre susurros y miradas expectantes, se encontraban Julia, una bibliotecaria con una curiosidad insaciable teñida de escepticismo, y Joaquín, un periodista afecto a los misterios y con la sangre joven hirviendo por descubrir verdades ocultas. Ambos se habían citado, impulsados por historias susurradas y rumores de un tren que aparecía únicamente el último sábado de cada mes, cuando las campanadas anunciaban la medianoche.

El viento comenzó a murmullar entre los viejos raíles, agitando los corazones de los presentes. Cecilia, una estudiante de historia aficionada al ocultismo, se unió al grupo, mirando inquieta su reloj de bolsillo. Su fascinación era palpable, tan vibrante que podía sentirse en el aire cargado de electricidad premonitoria. Los tres compartían también un sentimiento común: la pérdida. Julia había perdido a su hermano, Joaquín investigaba la desaparición de un viejo mentor y Cecilia buscaba respuestas sobre la enigmática ausencia de su abuelo.

Con el último golpe de las doce, una neblina espesa como el olvido se deslizó sobre los andenes. La atmósfera cambió, se sintió electrizada, y el sonido de un tren en movimiento despertó los fantasmas de sus memorias. Cuchicheos ansiosos y pasos indecisos resonaban mientras la figura de una antigua locomotora se materializaba, emanando un frío sobrenatural. "Es el tren", dijo Joaquín, "el tren que quizás nos lleve hacia respuestas largamente buscadas."

Susurros entre vagones

Incitados por una mezcla de temor y determinación, Julia, Joaquín y Cecilia abordaron el tren, sus cuerpos tensos por la incertidumbre. Pasillo tras pasillo, vagón tras vagón, encontraron asientos forrados en terciopelo, lámparas de gas parpadeantes y pasajeros que, al igual que ellos, escondían historias retorcidas por el tiempo, cada rostro una página arrancada del libro del destino.

"¿Adónde te diriges?", preguntó Julia a un anciano que contemplaba la nada con ojos nublados. "Hacia el recuerdo", contestó él con voz rasgada, "hacia mi hija que se perdió en uno de estos vagones, hace ya una eternidad". Sus palabras y su dolor resonaron en Julia, alimentando su temor de que su hermano compartiera un final similar.

El tren serpentaba por el paisaje fantasmal, atravesando puentes etéreos y túneles que parecían no tener fin. En uno de los coches, Cecilia observó dibujos en el vapor de las ventanas, símbolos que sus estudios le permitieron reconocer. "Son señales", comentó, descifrando un mensaje que parecía dirigirlos hacia un destino concreto.

El encuentro

Tras numerosas paradas en estaciones olvidadas, el tren se detuvo en un andén desconocido, un lugar que no figuraba en ningún mapa. La oscuridad era asfixiante, pero una luz lejana prometía revelaciones. El trío se adentró en la espesa oscuridad, dejándose guiar por esa luz que, contra toda lógica, palpitaba al ritmo de sus acelerados corazones.

En el epicentro de la luz se encontraba él, un hombre vestido de épocas pasadas, quien afirmó ser el guardián de los destinos entrelazados y portador de las respuestas que buscaban. "Vuestras almas están unidas por hilos invisibles a este tren", declaró, "firme testigo de la humanidad y sus sombras".

Anhelantes de verdad, demandaron saber más. "Os revelaré lo que deseáis, a cambio de vuestra historia más preciada", dijo el guardián. Cada uno relató entonces su pérdida, exponiendo su vulnerabilidad frente al misterioso custodio. Con cada confesión, una luz se encendía en su interior, purificando sus memorias y devolviéndoles algo olvidado.

El giro inesperado

El hombre reveló ser el abuelo de Cecilia, perdido en el tiempo pero no en el olvido. Explicó que el tren había sido su creación, un experimento para trascender la realidad y que, por designios del destino, había atrapado en sus vagones a aquellos difuntos que aún tenían historias sin concluir. Les prometió que los ayudaría a enmendar el pasado, a dar paz a los que se habían ido, incluyendo el hermano de Julia y el mentor de Joaquín.

Cuando el tren volvió a su estado espectral y abandonó la estación, nuestros tres protagonistas quedaron en silencio, procesando lo inexplicable. En sus corazones, el alivio y la paz florecían como flores en un jardín abandonado. Con cada lazo cerrado y cada recuerdo honrado, se despedían de fantasmas que habían forjado sus presentes.

A su regreso a la estación de San Bernardo, la realidad parecía distinta, más liviana y luminosa. No solo habían encontrado respuestas, sino que cada uno descubrió una parte de sí mismo entre los ecos y sombras de aquél último tren a la medianoche.

Reflexiones sobre el cuento "El último tren a la medianoche"

Este cuento se embarca en un viaje que examina la conexión entre pérdida y descubrimiento, entre la aceptación de lo sobrenatural y la búsqueda de tranquilidad interior. En su corazón, subyace la idea de que la vida y sus misterios a veces trenzan rutas inesperadas que, aunque aterradoras, pueden conducirnos a una resolución inesperada y serena. Fue con la intención de entrelazar el terror con la esperanza y dar un respiro a aquellos que, bajo el peso de sus propios fantasmas, buscan un final que, si bien sorprendente, es a la vez reconfortante y pleno.

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Lucía Quiles López

Lucía Quiles López es una escritora y cuentacuentos apasionada, graduada en Literatura Comparada, que ha dedicado gran parte de su vida a explorar diferentes formas de narrativa y poesía, lo que ha enriquecido su estilo de escritura y narración. Como cuentacuentos, ha participado en numerosos festivales locales y talleres en bibliotecas, donde su calidez y habilidad para conectar con el público la han convertido en una figura querida y respetada. Además de su trabajo como cuentacuentos, Lucía es una colaboradora habitual en revistas literarias y blogs, y actualmente está trabajando en su primer libro de cuentos.

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